¿La Iglesia Es Santa?
¿Cuál es el punto de las misiones?
En la entrada anterior de la serie
deconstruyendo la Iglesia Cristiana, apuntamos a la cuestión de la
unidad de la Iglesia. Sugerimos que dicha unidad, hace referencia a
cierto tipo de platonismo que fue usado en el siglo III para hacer
del Imperio Romano el poder único en Europa.
Siguiendo los cuatro puntos del Credo
de los apostóles, en esta entrada cuestionaremos la santidad de la
Iglesia. Hay que hacer incapie que para tal efecto estamos siguiendo
el ensayo del filosofo LeRon Shults, especialista en religión.
El término “santo” típicamente
hace referencia a objetos que son separados para uso sagrado (en
lugar de profano), o para personas consideradas justas o santas (en
oposición a pecaminosas). Cuando se aplica a la Iglesia, la santidad
de la comunidad apunta a tener cierta sensación de estar separados y
ser convocados para un propósito especial en la historia de la
redención. Lamentablemente, la oposición implícita de tales
distinciones con demasiada frecuencia pasa al primer plano en formas
alienantes, aisladas y destructivas. Análogamente a la obsesión
ecuménica “constantiniana” de cierto tipo de unidad, es lo que
podríamos llamar una obsesión misional “colonial". Cuando la
tarea de las misiones surge de un sentido de identidad que depende de
una clara distinción entre nosotros (santo) y ellos (profano), puede
conducir fácilmente a modos de “alcance” que colonizan, llegando
a hacer que otros contienen nuestra imagen, borrando lo que los
diferencie de nosotros.
En este modelo, lo “sagrado”
significa evitar la contaminación con “el mundo”, negarse a
comunicarse con los “impíos”, excepto por el hecho de
asimilarlos, aumentando el número de santos individuales y
reduciendo el número de pecadores individuales. Agregue una buena
dosis de “gracia irresistible” predestinada y obtendrá el lema
misional: la resistencia es inútil. En su libro más reciente, Brian
McLaren señala la importancia de reconocer la contribución de las
iglesias a las prácticas coloniales en el pasado, y exige un
compromiso con las preocupaciones de los análisis "poscoloniales"
de las crisis sociales y globales.
Por otra parte, he rastreado el
significado del cambio en la comprensión antropológica de las
categorías “nosotros” y “ellos” para la participación
eclesial en la agencia de Jesucristo en las culturas contemporáneas.
Para los fines de este ensayo, el punto es que la resistencia de la
iglesia en el siglo XXI a un enfoque misional que coloniza al otro se
refleja en compromisos teológicos con modelos más dinámicos de
identidad eclesial como integrados totalmente a la vida relacional
del “mundo”.
Esta marca eclesial también está
conectada a la doctrina de la salvación. La afirmación de Agustín
de que salus extra ecclesiam non est (no hay salvación fuera
de la iglesia) a menudo se ha interpretado
como una exclusión estricta de
aquellos que no son declarados miembros de la iglesia oficial de la
clase de personas que pueden ser declaradas "santas"
(separadas). A la luz de las últimas interpretaciones de las
ciencias sociales sobre la estructura cultural humana, una distinción
tan dura entre dentro y fuera es empíricamente imposible y
filosóficamente ingenua.
Sin embargo, y más importante aún,
esta antigua fórmula también se ha usado a veces para sustentar un
modelo de salvación donde el foco primario está en los individuos
que son llamados a tomar una decisión cognitiva sobre proposiciones
particulares (relacionadas con Jesús) para asegurar que sus almas
irán al cielo. Muchos cristianos ahora quieren centrarse más en la
forma en que la vida comunitaria encarnada aquí y ahora se
transforma de manera redentora, se reordena en formas saludables que
manifiestan la justicia en el mundo. En cierto sentido, entonces, uno
podría decir que toda salvación está “fuera" de la iglesia.
La atribución de santidad a la Iglesia
también tiene que ver con el Espíritu Santo. Otro famoso lema
eclesial, tomado de Ireneo, dice: porque donde está la Iglesia, está
el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está
la Iglesia. Claramente, la santidad de las comunidades que siguen a
Cristo depende de la presencia dinámica del Espíritu divino. Sin
embargo, esta presencia no está contenida por los muros de la
Iglesia o las almas de los santos; el Espíritu flota sobre la faz de
la tierra, anima a todas las criaturas, sopla donde quiere, molesta y
consuela a las personas a través de fronteras nacionales, culturales
e incluso religiosas. Si el Espíritu y la salvación (santificación)
están conectados, ¿por qué pensaríamos que ambas están limitadas
a “la” Iglesia o dependen de entornos eclesiales particulares?
Como Tony Jones ha observado
recientemente, muchas iglesias evangélicas estadounidenses son
esencialmente binitarias, centrándose en la lógica de la relación
entre el Padre y el Hijo de una manera que oscurece sorprendentemente
al Espíritu que destroza odres viejos. Él sugiere que “cuando
la Iglesia pone énfasis indebido en
sus programas, edificios, personal u otros inventos humanos, la
confianza en el Espíritu Santo probablemente se ha perdido". Al
Cristiano del siglo XXI le preocupa interpretar el proceso de
convertirse en “santo” de una manera reformativa. Han visto cómo
las tendencias aislacionistas y las políticas colonizadoras de
muchos esfuerzos misioneros “evangélicos" están tristemente
entrelazadas. En lugar de insistir en su propia santidad, y
diferenciarse de los pecadores, las Iglesias emergentes luchan por
integrarse totalmente en la obra redentora del Espíritu en todo el
mundo. Como Cristo.
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